imagen: Charles Wysocki
Yo, El Gato
*Mochi = pastel de arroz japonés
Tenía que decidirme. Y me decidí. Dejé caer el peso de mi cuerpo sobre el tazón y mordí, no más de una pulgada, una esquina del mochi *. Con la fuerza que hice hubiera sido capaz de partir cualquier cosa. Pero quedé aterrorizado cuando, creyendo que ya tenía suficiente, traté de separar los dientes de la masa glutinosa. Noté que los dientes se me habían quedado hundidos. Quise clavarlos de nuevo, pero me era imposible mover la dentadura. Cuando me di cuenta de que el mochi poseía un hechizo especial, ya era tarde. Lo mismo que un hombre caído en una ciénaga , que se hunde más cuanto mayores esfuerzos hace por sacar los pies, así yo; cuanto más mordía, mayor peso sentía en la boca. Se me habían inmovilizado los dientes. Una fuerza resistía a mis mandíbulas. Por causa de esa fuerza, no encontraba medio de salir de aquel atolladero... Por más que movía la dentadura, no encontraba solución. Era un proceso eterno, tan interminable como dividir diez entre tres.
En medio de esta agonía di, sin querer, con otra verdad: "Todos los animales prevén instintivamente lo conveniente y lo inconveniente de las cosas". Había descubierto ya dos verdades. Más como mis dientes estaban adheridos al mochi, no sentí ningún alivio. Mi dentadura, hundida en la masa viscosa, me dolía. Además, si no cortaba pronto y huía, estaba expuesto a que viniese la criada. Las niñas habían cesado de cantar y pronto vendrían a la cocina. En aquel trance angustioso, agité violentamente la cola, pero sin resultado alguno. Estiré las orejas y las encogí. Todo inútil. Pensándolo bien, ni las orejas ni la cola tenían que ver con el pegajoso pastel. Como recurso final se me ocurió servirme de las manos. Primero levanté la mano derecha, haciéndola girar alrededor de la boca. Luego alcé la mano izquierda y la moví vertiginosamente alrededor del hocico. Pero ni con eso desaparecía el hechizo. Convencido de que la paciencia era lo más importante, empecé a agitar alternativamente ambas manos. Aun así, los dientes continuaban incrustados en el mochi. Aquello me pareció complicado y adopté la táctica de mover las dos manos simultáneamente. Y, cosa maravillosa, llegué a sostenerme sobre las dos patas. Tuve la impresión de haber dejado de ser gato. Mas, en semejante trance, lo que menos importaba es que fuese gato o dejase de serlo. Me arañé desesperadamente la cara empleando toda la fuerza de que era capaz para conjurar el mal espíritu de la viscosa pasta. Al mover las manos violentamente, perdía el equilibrio y me ponía en peligro de rodar por el suelo. Para no caerme, debía saltar con las patas para guardar el equilibrio. No podía estar quieto en el mismo lugar. Por lo cual me vi obligado a dar saltos por toda la cocina. Sentí orgullo de mi habilidad y, de improviso, apareció ante mis ojos una tercera verdad: "Frente al peligro, es uno capaz de hacer lo que ordinariamente es irrealizable. Esto se llama : don del cielo.
En medio de esta agonía di, sin querer, con otra verdad: "Todos los animales prevén instintivamente lo conveniente y lo inconveniente de las cosas". Había descubierto ya dos verdades. Más como mis dientes estaban adheridos al mochi, no sentí ningún alivio. Mi dentadura, hundida en la masa viscosa, me dolía. Además, si no cortaba pronto y huía, estaba expuesto a que viniese la criada. Las niñas habían cesado de cantar y pronto vendrían a la cocina. En aquel trance angustioso, agité violentamente la cola, pero sin resultado alguno. Estiré las orejas y las encogí. Todo inútil. Pensándolo bien, ni las orejas ni la cola tenían que ver con el pegajoso pastel. Como recurso final se me ocurió servirme de las manos. Primero levanté la mano derecha, haciéndola girar alrededor de la boca. Luego alcé la mano izquierda y la moví vertiginosamente alrededor del hocico. Pero ni con eso desaparecía el hechizo. Convencido de que la paciencia era lo más importante, empecé a agitar alternativamente ambas manos. Aun así, los dientes continuaban incrustados en el mochi. Aquello me pareció complicado y adopté la táctica de mover las dos manos simultáneamente. Y, cosa maravillosa, llegué a sostenerme sobre las dos patas. Tuve la impresión de haber dejado de ser gato. Mas, en semejante trance, lo que menos importaba es que fuese gato o dejase de serlo. Me arañé desesperadamente la cara empleando toda la fuerza de que era capaz para conjurar el mal espíritu de la viscosa pasta. Al mover las manos violentamente, perdía el equilibrio y me ponía en peligro de rodar por el suelo. Para no caerme, debía saltar con las patas para guardar el equilibrio. No podía estar quieto en el mismo lugar. Por lo cual me vi obligado a dar saltos por toda la cocina. Sentí orgullo de mi habilidad y, de improviso, apareció ante mis ojos una tercera verdad: "Frente al peligro, es uno capaz de hacer lo que ordinariamente es irrealizable. Esto se llama : don del cielo.
Natsume Soseki
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