
imagen: Vania Elettra Tam
Gelu, media naranja amarga
Le hice una tarta de manzana con la receta que me dio su madre y que era mucho más enrevesada que la que yo utilizaba habitualmente y que había recortado de una revista de moda en la peluquería. Y no le puse arsénico porque no tenía y me daba un poco de corte llamar a la puerta de la vecina y preguntarle: "¿No tendrá usted un poco de arsénico por ahí? Es que se me olvidó traer cuando fui a la compra." Entre otras cosas, porque además no tengo vecinas. En el apartamento de al lado vive un señor muy mayor, odioso y gruñón, en el de arriba tres chicos jóvenes y estudiantes -eso dicen- que ponen constantemente discos de Eros Ramazozoti, cosa extrañísima, y en el de abajo un travesti: por la mañana te lo encuentras y es un tipo en chándal, basto y hortera como todos los demás del barrio, y por la noche es una tía con taconazos y melena rojiza pintada como una puerta. Debe ganar un pastón porque en el súper sólo pide solomillo de lomo ibérico, a ocho mil el kilo.
En las noticias salen casos de mujeres que meten veneno en la comida que le dan a sus maridos, un poquito cada vez, hasta que la palman. Yo no me apunto a ese sistema. Prefiero hacerlo de una vez. Un trocito de tarta trufada con cicuta y ¡hala! al velatorio directamente. Otras veces pienso que mejor aún es la asfixia. Cuando veo a Eusebio dormido en el sillón frente al televisor que retransmite uno de los ochocientos mil quinientos partidos de fútbol, no pienso "qué mono y pacífico está dormido". No. Pienso: "Qué fácil sería ponerle una bolsa de la basura en la cabeza y atársela al cuello con ocho vueltas de cinta aislante, así su cabeza quedaría en el sitio justo :la bolsa de la basura". Lo malo es -por eso no me atrevo a hacerlo, no por otra cosa- que no sé cómo sujetarle las manos y evitar que me estrangule -o peor- que se quite la bolsa él mismo.
En las noticias salen casos de mujeres que meten veneno en la comida que le dan a sus maridos, un poquito cada vez, hasta que la palman. Yo no me apunto a ese sistema. Prefiero hacerlo de una vez. Un trocito de tarta trufada con cicuta y ¡hala! al velatorio directamente. Otras veces pienso que mejor aún es la asfixia. Cuando veo a Eusebio dormido en el sillón frente al televisor que retransmite uno de los ochocientos mil quinientos partidos de fútbol, no pienso "qué mono y pacífico está dormido". No. Pienso: "Qué fácil sería ponerle una bolsa de la basura en la cabeza y atársela al cuello con ocho vueltas de cinta aislante, así su cabeza quedaría en el sitio justo :la bolsa de la basura". Lo malo es -por eso no me atrevo a hacerlo, no por otra cosa- que no sé cómo sujetarle las manos y evitar que me estrangule -o peor- que se quite la bolsa él mismo.
Por las mañanas le oigo silbar en el cuarto de baño mientras se afeita. Yo estoy cortando rebanadas de pan para tostar con un cuhillo largo de sierra. Siempre silba Bésame mucho, haciendo trinos y florituras, y me pongo enferma de verdad, tengo que luchar contra el cuchillo que se quiere ir solo a rebanarle el pescuezo de uno o varios tajos, que los cuchillos de sierra dan mucho juego.
Pienso constantemente en miles de maneras de acabar con Eusebio. Al principio me regañaba a mí misma y me decía :"Por dios, qué burra soy, qué mala persona, y además, verás como se entere Eusebio que planeas matarle". Y conseguía pensar en otra cosa, y me distraía yendo a las rebajas de Simago y comprándome tres pares de medias por el precio de uno y barras de labios caducadas.
Poco a poco, me fui dando cuenta de que Eusebio no tenía ni idea de lo que pasaba por mi cabeza. Así que pensaba en asesinarle sin frenarme, incluso delante de él. A todas horas.
Ha llegado a ser mi pasatiempo favorito.
Carmen Rico-Godoy
Cortados, solos y con (mala) leche