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miércoles, 3 de agosto de 2011

Viernes, 21 de diciembre

Imagen: Yasmina Alaouí




Viernes, 21 de diciembre




Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que practiqué la adivinación. Valga con un vislumbre accidental, como la descarga de electricidad estática al estrechar la mano de un desconocido, pero no hago nada deliberado. Solo veo sus preferidos, eso es todo. Sean cuales sean sus secretos, no quiero conocerlos.
Pero esta noche he de volver a intentarlo.
La baraja del tarot no me sirve. Por mucho que la mezcle, muestra lo mismo, las mismas cartas en otro orden.

El Loco, los Enamorados, el Mago, la Rueda de la Fortuna.
La Muerte, el Colgado, la Torre.

Por eso en esta ocasión utilizo chocolate, técnica que hace años que no aplico. Necesito mantener las manos ocupadas y preparar trufas es tan sencillo que puedo hacerlas a ciegas, por el tacto, calculando la temperatura simplemente por el olor y el sonido del chocolate cobertura fundido.


A su manera es una especie de magia. Mi madre lo despreciaba por considerarlo trivial y una pérdida de tiempo, pero se trata de mi propia magia y mis instrumentos siempre me han dado mejores resultados que los suyos. Esta claro que cualquier magia tiene consecuencias, pero me parece que hemos llegao demasiado lejos para preocuparnos de esto.
Trabajo muy despacio y con los ojos entrecerrados. Percibo el olor a cobre caliente; el agua bulle y transmite el aroma del paso del tiempo y del metal. Estos cazos me acompañan desde hace muchos años y conozco sus contornos, las abolladuras que han ganado con el curso de los años y los lugares donde muestran las huellas bruñidas de mis manos en comparación con la pátina más oscura.Tengo la impresión de que a mi alrededor todo se vuelve más definido. Mi mente está libre, el viento arrecia y, afuera, a la luna del solsticio le faltan pocos días para llegar a llena y monta las nubes cual una boya en plena tormenta.



El agua burbujea, pero no debe hervir. Rallo el bloque de chocolate cobertura en el pequeño cuenco de cerámica. El olor asciende casi de inmediato: el aroma oscuro y arcilloso del chocolate amargo. A esta concentración tarda en fundirse; es un chocolate muy bajo en grasas y, con el propósito de que adquiera consistencia de trufa, a la mezcla tendré que añadir mantequilla y nata. Ahora huele a historia, a las montañas y los bosques de Latinoamérica, a madera talada, a savia derramada, y a humo de la fogata del campamento. Huele a incienso y a pachulí, al oro negro de los mayas y al oro rojo de los aztecas; a piedra , a polvo y a una muchacha con flores en el pelo y un vaso de pulque en la mano.


Es embriagador; al fundirse el chocolate adquiere lustre ; del cazo de cobre sube vapor y el aroma se densifica y florece con canela , pimienta de Jamaica y nuez moscada; oscuros matices de anís y café expreso y notas más sutiles de vainilla y jengibre. Está prácticamente fundido. El vapor se ha vuelto demasiado espeso. El chocolate no debe superar los cuarenta y seis grados. Si se calienta demasiado, se quema y forma vetas. Si está demasiado frío, se blanquea y queda opaco. Después de tantos años no necesito termómetro para el azúcar; por el aroma y el nivel de vapor sé cuando me aproximo al punto de peligro. Es mi última oportunidad de dar sentido a lo que hago y me tiemblan las manos cuando contemplo el chocolate cobertura fundido. Retiro del fuego el cazo de cobre y remojo el cuenco de cerámica.



Del cazo se eleva un delicado vapor. Estamos ante el verdadero theobroma : el elixir de los dioses en forma volátil...en cuyo vapor ... casi veo...




Zapatos de caramelo

Joanne Harris

viernes, 30 de octubre de 2009

Cinco cuartos de naranja


imagen: Mike Savad




Cinco cuartos de naranja
(fragmento)


Fue necesario casi un año para hacer habitable la granja. Me instalé en el ala sur donde, al menos, el tejado se había mantenido en pie, y mientras los trabajadores recomponían el resto del tejado, teja a teja, yo trabajaba en el huerto, o en lo que quedaba de él, podando, arreglando y arrancando grandes ristras de muérdago devorador de los árboles. Mi madre sentía pasión por todas las frutas salvo por las naranjas, a las que se negaba a dar entrada en la casa. Por un aparente capricho suyo, a sus hijos , nos puso nombres de fruta y de una receta. Cassis, por su pastel de casis; Framboise, por el licor de frambuesa; y Reine Claude por las ciruelas Claudias que crecían contra el muro sur de la casa, espesas como uvas y almibaradas con avispas en verano. Hubo un tiempo en que llegamos a tener cien árboles —manzanos, perales, ciruelos, ciruelos Claudios, cerezos, membrillos, sin mencionar los frambuesos y los campos de fresas, grosellas, zarzamoras— cuyos frutos desecábamos, almacenábamos y convertíamos en confituras y licores y en maravillosas tartas sobre pâte brisée, crème pâtissière y pasta de almendras, y mis recuerdos están impregnados de sus olores, colores y nombres. Mi madre cuidaba de ellos como si se tratase de sus hijos predilectos. Los braseros contra la escarcha que alimentábamos con nuestro propio combustible para el invierno. Carretillas de estiércol que echábamos alrededor de la base cada primavera. Y en el verano, para ahuyentar a los pájaros, atábamos tiras de papeles plateados en los bordes de las ramas que temblaban y se mecían al viento, poníamos espantapájaros asegurados fuertemente con cuerdas que pasábamos a través de latas vacías para que emitieran ruidos extraños que asustaran a los pájaros, hacíamos molinillos de papeles de colores que giraban vertiginosamente, de modo que el huerto se convertía en un carnaval de chucherías, lazos brillantes y alambres chillones, como una fiesta navideña en pleno verano. Incluso los árboles tenían nombres.




Joanne Harris
Cinco cuartos de naranja


viernes, 2 de octubre de 2009

Licor de cerezas



Imagen: MIke Savad


Licor de cerezas




Belle Yvonne, solía decir mi madre al pasar junto al nudoso peral. En aquellos momentos su voz era suave, casi monocorde. No podría decir si estaba hablando consigo misma o conmigo.

Qué dulzura.

Ahora no quedan ni veinte árboles en el huerto, aunque son más que suficientes para cubrir mis necesidades. Mi licor amargo de cerezas goza de especial popularidad, aunque me siento un poco culpable por no poder recordar el nombre del cerezo. El secreto está en dejar los huesos. Se van echando alternativamente capas de cerezas y de azúcar en un tarro de vidrio de boca ancha; cada capa se va cubriendo con un licor (el kirsch es el mejor, pero también se puede utilizar vodka o incluso armagnac) hasta llenar la mitad de la capacidad del tarro. Se acaba de rellenar el contenido con el licor y se deja macerar. Cada mes, se decanta el tarro para extraer el azúcar acumulado. Al cabo de tres años, el licor ha exudado las cerezas que ahora son blancas, y se ha teñido de un rojo intenso, penetrando incluso en el hueso y en la almendra diminuta de su interior, tornándose acre, evocativo, una esencia del otoño pasado. Se sirve en pequeños vasos de licor, con una cuchara para extraer la cereza, y se deja en la boca hasta que la fruta macerada se disuelva bajo la lengua. Perfora el hueso con la punta del diente para extraer el licor que encierra en su interior y déjalo largamente en la boca, jugueteando con él con la punta de la lengua, pasándolo de arriba abajo como si se tratase de una sola cuenta del rosario. Intenta recordar el momento de su maduración, aquel verano, aquel otoño caluroso, cuando el pozo se secó, aquella vez que tuvimos el nido de avispas, tiempo pasado, perdido y recuperado en el lugar duro del corazón de la fruta…




Joanne Harris
Cinco cuartos de naranja

lunes, 29 de diciembre de 2008



Imagen: Valerie Maugeri



Existe una diferencia entre los habitantes de la colina y los del resto de Montmartre. La colina es superior en todos los sentidos, al menos para mis vecinos de la place des Faux-Monnayeurs, la última frontera de autenticidad parisina en una ciudad salpicada de extranjeros.
Esas personas nunca compran bombones. Por mucho que no estén escritas, las reglas son estrictas. Algunos negocios son exclusivamente para forasteros, como la panadería-pastelería de la place de la Galette, con espejos art déco, las vidrieras y las pilas barrocas de macarrones. Los lugareños van a la rue de Trois Fréres, a la panadería más barata y modesta en la que el pana es mejor y cada día hornean cruasanes. Por la misma regla de tres, los lugareños comen en Le P´tit Pinson, donde sirven el plato del día en las mesas con encimera de vinilo, mientras que los de fuera, como nosotras, en el fondo preferimos La Bohéme o, peor aún, La maison rose, que un vástago auténtico de la butte no se atrevería a frecuentar, como tampoco posaría para un artista en la terraza de una cafetería de la place du Tertre o acudiría a misa al Sacré-Coeur.




Joanne Harris
Zapatos de Caramelo

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sábado, 25 de octubre de 2008

La céleste Praline

Imagen: Liudmilla kondakova

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La céleste Praline



Sé que no es el día que acostumbro a venir, mon pére, pero necesitaba hablar. La panadería se abrió ayer. Aunque no es una panadería. Cuando me desperté ayer , a las seis de la mañana, ya habían retirado la tela de protección que la cubría. Estaban colocados el toldo y los postigos y levantada la persiana arrollable del escaparate. Lo que antes era un caserón corriente y más bien destartalado, como tantos otros de por aquí, se había convertido en una especie de tarta roja y dorada que se recortaba sobre un deslumbrante fondo blanco. En los maceteros de las ventanas hay rutilantes geranios rojos y en torno a las barandillas se retuercen guirnaldas de papel crespón. Y coronándolo todo , un letrero de madera de roble en el que aparece el nombre de la tienda trazado con letra inglesa


La Céleste Praline
Chocolaterie Artisanale


No puedo decir otra cosa: me parece una ridiculez. Una tienda como esta podría encajar en Marsella o en Burdeos...incluso en Agen , donde el comercio turístico está cada día más pujante. ¡Pero en Lansquenet-sur-Tannes! ¡Y nada menos ahora, al principio de la cuaresma, la época en que por tradición hay que privarse de todo! Parece una perversidad y , encima, deliberada. Esta mañana me he fijado en el escaparate. Hay un estante de mármol blanco, sobre el que se alinean gran cantidad de cajas, paquetes, cucuruchos de papel de plata y oro, rositas, campanas, flores, corazones y largas cintas rizadas y multicolores. Hay bandejas y campanas de vidrio llenas de bombones , pralinés, pezones de Venus, trufas, mendiants, frutas confitadas, ramos de avellanas, conchas de chocolate, pétalos de rosa confitados, violetas azucaradas...Todo protegido del sol por la persiana entrecerrada que sirve para tamizar la luz y hace que todo brille y reluzca profundamente como un tesoro oculto y recién descubierto; cueva de Aladino llena de deslumbrantes maravillas. Y en medio del escaparate , un magnífico centro: una casa de pan de jengibre con las paredes de pain d´épices recubierto de chocolate, con el detalle de sus tuberías de azúcar plateado y dorado que las recorren, sus baldosas de frutos secos bañados de chocolate, cada uno con su fruta azucarada, sus curiosas parras de azúcar y chocolate que trepan por los muros y hasta sus pajarillos de mazapán que parecen cantar en árboles de chocolate... y también la bruja, recubierta de chocolate negro desde la punta del sombrero hasta el borde de la larga capa, montada a horcajadas en el palo de una escoba que en realidad es una gigantesca rama de guimauve y con esos largos y retorcidos dulces de malvavisco que se ven colgados en los puestos de golosinas los días de carnaval...Desde la ventana de mi casa veo la suya, como un ojo que me hiciera un guiño con la intención de conchabarse astutamente conmigo.



Joanne Harris
Chocolat
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