
El calor de las cosas
(fragmento)
Los vecinos lo llamaban Pastel. Y la madre, enternecida, repetía, mi Pastel amado. El remoquete se debía a la gordura que Óscar nunca pudo vencer, a pesar de rigurosos regímenes. Cierta vez vivió de agua cinco días, sin que su cuerpo respondiera al sacrificio. Tras lo cual aceptó la tiranía del apetito y olvidó su verdadero nombre.
Desde muy temprano se habituó a medir la edad por los centímetros de la cintura, siempre en acelerada dilatación, borrando los años festejados con tortas, "feijoadas"y bandejas de macarrón. Por eso, pronto se sintió viejo entre los jóvenes. Sobre todo porque ninguna ropa disfrazaba sus protuberancias. Si al menos usara trajes plisados, podría esconder aquellas partes del cuerpo que le daban forma de pastel.
Se revelaba constantemente contra un destino que le había impuesto un cuerpo en flagrante contraste con el alma delicada y fina. Especialmente cuando los amigos admitían sin ceremonia la falta que él les hacía en la mesa del bar, junto al sifón helado. Y si no lo devoraban allí mismo, era sólo por temor a las consecuencias. Pero le pellizcaban el estómago, querían extraer a la fuerza de su ombligo una aceituna negra.
En los cumpleaños , la casa se sumía en penumbras. La madre apagaba la mitad de las luces. Sólo las velas del pastel alumbraban los regalos del aparador. Siempre los mismos, cepillos de cabo largo para el baño, pues la barrriga no le dejaba alcanzar los pies, y cortes de tela de enormes dimensiones. Después de soplar las velas, exigía que el espejo le mostrara su rostro, hecho de innumerables surcos en torno de los ojos, mejillas fláccidas, el mentón multiplicado. Veía las extremidades de su cuerpo como amasadas por el tenedor de la cocina, con el objeto de evitar que las sobras de carne molida huyeran de la masa de harina, mantequilla , leche, sal, de la cual se formaba.
Desde muy temprano se habituó a medir la edad por los centímetros de la cintura, siempre en acelerada dilatación, borrando los años festejados con tortas, "feijoadas"y bandejas de macarrón. Por eso, pronto se sintió viejo entre los jóvenes. Sobre todo porque ninguna ropa disfrazaba sus protuberancias. Si al menos usara trajes plisados, podría esconder aquellas partes del cuerpo que le daban forma de pastel.
Se revelaba constantemente contra un destino que le había impuesto un cuerpo en flagrante contraste con el alma delicada y fina. Especialmente cuando los amigos admitían sin ceremonia la falta que él les hacía en la mesa del bar, junto al sifón helado. Y si no lo devoraban allí mismo, era sólo por temor a las consecuencias. Pero le pellizcaban el estómago, querían extraer a la fuerza de su ombligo una aceituna negra.
En los cumpleaños , la casa se sumía en penumbras. La madre apagaba la mitad de las luces. Sólo las velas del pastel alumbraban los regalos del aparador. Siempre los mismos, cepillos de cabo largo para el baño, pues la barrriga no le dejaba alcanzar los pies, y cortes de tela de enormes dimensiones. Después de soplar las velas, exigía que el espejo le mostrara su rostro, hecho de innumerables surcos en torno de los ojos, mejillas fláccidas, el mentón multiplicado. Veía las extremidades de su cuerpo como amasadas por el tenedor de la cocina, con el objeto de evitar que las sobras de carne molida huyeran de la masa de harina, mantequilla , leche, sal, de la cual se formaba.
A pesar de su visible aversión a los pasteles, comía decenas de ellos al día. Y no pudiendo encontrarlos en cada esquina, echaba en su bolso una sartén, aceite de soya, pasteles crudos, y la discreta llama que el fervor de su aliento alimentaba. En los solares baldíos, antes de freírlos, ahuyentaba a los extraños que querían robarle la ración.
Su cuerpo permanecía siempre diferente. Tal vez porque ciertas adiposidades se desplazaban hacia otro centro de mayor interés, en torno del hígado , por ejemplo, o por ganar a veces cuatro kilos en menos de dieciséis horas. Un desatino físico que contribuiría a robarle el orgullo. El orgullo de ser bello. Estimulando a cambio en su corazón un gran rencor por los amigos que tampoco lo habían devorado esa semana, a pesar de parecerse cada vez más a los pasteles que vendían en las esquinas.
Nélida Piñón
El calor de las cosas y otros cuentos
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