miércoles, 15 de octubre de 2008


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Buñuelos de luna llena



Las noches de luna llena, Salvadora se pasaba horas y horas, hasta el amanecer, friendo buñuelos. Lo curioso del caso es que, cuando yo los abría mientras contemplaba aquel insólito espectáculo, desprendían una lucecita que iluminaba toda la estancia.

A los pocos días de convivir con ella me maravilló verla con un camisón transparente trasteando en la cocina a altas horas de la noche. Casi sonámbula batía en un enorme cuenco un mejunje amarillento bajo el luminoso rayo de luna que se colaba, plateado, a través de un ventanuco, mientras susurraba con cierta musicalidad unas frases en una lengua que a mí me era completamente desconocida; al mismo tiempo, en un perol estañado humeaba una gran cantidad de aceite.
Salvadora, con los dedos como pequeñas pinzas, iba arrancando pellizcos de masa que se inflaban y burbujeaban en contacto con el líquido a medida que los depositaba con delicadeza en aquel mar dorado que chisporroteaba pidiendo su parte. El toque final, el azúcar que, como fino granizo, caía en la esponjosa y redonda superficie de aquellos esplendorosos y perlados fritos de cocina.

Al despertar, y con los ojos cansinos, la muchacha se sorprendía ante la enorme bandeja de áureos y todavía crujientes buñuelos.
Con un espeso y humeante tazón de chocolate, dábamos buena cuenta de al menos dos docenas de aquellos dulces que nos sabían a gloria. A medida que comíamos los pastelillos, los ojos de Salvadora adquirían un brillo especial que me tenía hechizado. A lo largo del día, fuera donde fuese, me asaltaba la imagen de aquella mujer: percibía con rara claridad sus erectos pezones a través de la sutil tela transparente de su camisón, casi podía tocar la ondulante forma de sus caderas y sentir la firmeza de sus nalgas. Mi visión terminaba con una explosión de pequeñas chispas argentadas que me devolvían a la realidad cotidiana.

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